Acabamos de vivir nuestra
octava Noche Vieja en Boston, ya son ocho por aquí y lo que más me asombra es que ya empiezan a estar todas mezcladas en mi memoria.
Antes era capaz de recordar el clima de la primera, el menú y algunos detalles, o de la segunda o tercera, incluso de las siguientes, pero de repente ya no recuerdo cuáles fueron los años que llovió, o que nevó, que hizo viento o que se estaba tan a gusto en la calle.
Sigo recordando detalles, pero de todos los años mezclados, sin saber muy bien que recuerdo pertenece a cada año. Así que seguiré compartiendo estas entradas, para que podáis ver cómo pasamos estas festividades tan lejos, en esta parte del mundo, pero también para poder luego ir recordándolas al volver a leerlas.
El
31 de diciembre llegó con temperaturas suaves, aunque con amenazas de lluvia que afortunadamente no llegaron y nos permitieron disfrutar de una noche estupenda en la que poder pasear y disfrutar de la
First Night de Boston después de las campanadas en
España y nuestra cena.
Este año estuvimos en
Nueva York viendo las decoraciones navideñas y al llegar a
Boston no teníamos nada en la nevera, pero como ya viene siendo costumbre, decidí salir a comprar esa misma mañana, sin agobios.
El plan era comprar algo de marisco, especial, pero sencillo. Algo que no me tuviese todo el día en la cocina y que se pudiese cocinar en pocos minutos.
Encargué dos langostas para recoger por la tarde ya cocinadas y luego me fui a mi pescadería de siempre. Allí no tenían demasiadas cosas, pero como siempre terminé comprando demasiado.
Al final todo era fácil y rápido de preparar, apenas necesitaba cocinarse, pero tuve dos problemas principales.
Uno que eran demasiadas cosas y dos que eran todas para prepararse al mismo tiempo, justo antes de comenzar a comer.
El caos llegó cuando a esto le añado que esos minutos encima son justo cuando toda la familia empieza a llamar, es decir justo después de las uvas. Y entonces móviles y ordenadores se vuelven locos, el internet no da para mucho más y yo menos.